marzo 14, 2009

“Vuélvete sobre tus pasos”, murmuró con una voz alicaída, rota, que resonó únicamente en su cabeza. Se deshacía en lágrimas silenciosamente y ya era demasiada nieve la caída sobre sus hombros. El otoño se había cobrado sus correspondientes víctimas, corazones temerosos de saltar al vacío, y un invierno gris sólo conseguía matar de frío, de tristeza. “No se pierde toda la esperanza. Jamás”, le grité con la mirada perdida entre las baldosas de cualquier suelo. Pero ella no me miraba, nunca lo ha hecho, ella sólo es capaz de advertir que él ha dejado de mirarla. Canta, grita, se maldice, se lamenta; pero no me ve a mí, justo a su lado, siempre cantando, gritando, maldiciéndome, lamentándome. Siempre, que es nunca, y viceversa. Mientras ella se reía de Dios sabe qué, yo me limitaba a desear ser, simplemente, ese reloj de correa azul que siempre ha llevado en su muñeca derecha, para que la sangre se me acumulase en las mejillas cada vez, cada segundo, que mis manecillas se fundieran con sus ojos. Mientras ella contaba las estrellas de cada constelación, más tarde de cada galaxia, yo, silencioso, me inventaba el número de botones de su blusa que podrían desabrocharse. Y, mientras ella saltaba sobre los charcos que dejaba la melancolía, siempre con botas de agua, yo era el encargado de vaciarme de toda tristeza, para que ella atravesase sus barrizales, risueña.
No. No me volví sobre mis pasos. Desoí todas las voces. Me olvidé de la esperanza, del jamás, del para siempre. Quizá el cobarde sepa mejor que el valiente en qué consiste la valentía.

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Un poco de mi, de mi mundo, de mi espacio imaginario, de mis historias, de mi caprichos, de lo que me gusta. Un poco de mi vida, y un lugar para recordar de a poco cada uno de mis momentos.